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Huracanes nunca antes dirigidos hacia Neptuno

 

Nada nunca ha ardido dentro del aire. La nevera es un ancla que diariamente abandona nuevas usuras. Naciendo de un camino angosto hacia uno ancho la atrae el ruido debido a las ideas de dolor y de orden, dádivas estas que nutren al toro roto de oro y de diamantes. Empieza la luz a armar hileras. Rayos en hebras.

Silentes almas rebanan el bocio de la Eneida hebrea. Nunca entenderán el sistema de oscuridad que yace atado a los rabos. La siesta de los animales retrasa el hervor al lodo interior del heno. Un racimo animal que marea y remansa. Alzando las armas hacia zonas únicas luchan con un arte libre los avezados zumbidos eléctricos que impiden hasta la pausa más esmirriada. Las simientes entran en el terreno natural antes de mandar amores indianos a su dios endemoniado. Dentro de la yesca el otro rostro olvidado. Emoción diaria otorgada por todos los otroras rotos, un olvido a ras de otro. Un talismán de láminas atadas neutraliza el encuentro rutinario de todas las urgencias. Nunca se extiende el ungüento quemador por las sordas astas teatrales que suben al escenario sacudidas por animosos vaivenes iniciados donde los años no duran y nacen los esplendores duraderos del rayo de orgón. Encendidos los dedos se yerguen y rotan en el osario lóbrego mientras las orejas del dálmata empiezan a distinguir sapos que apenas están dando ideas sobre las alturas. La lente atasca al ojo al dividir las imágenes en bultos enclenques que devienen en un hondo duelo, imitación urdida por relámpagos lejanos que empiezan a entretenerse en la atracción y la retracción troncales de los atlantes que aúllan en el lado oculto. En las honduras cenicientas nacen las anclas de oro que nunca usurpan el ardor incandescente del coro de amanecidas hadas que ondean los tallos solitarios donde los ogros gozan de su naturaleza agotadora. Se ha olvidado el nombre del indio que murió abrazado a su caballo en un nudo que los unió, encadenados desde los oscuros días de niebla enfebrecida en que se iniciaron los ciclos del atávico Nimbo. Las serpientes australes son un río de humedad que susurra el humus, saturan sus antiguas vueltas en uniones que nada abarcan, se notan en el ojo dorado que nace abajo del búho ancestral. Este temor naturalmente emerge de la mansedumbre y atraviesa el iris de la roca hasta indagar el diamante y el esqueleto, útiles de la quietud alarmante y del lisonjero clamor  que nombra sin alcanzarlo el nido de las urnas. Si en silencio se espera a que el árbol retumbe, la esmeralda de su vuelo enhebrará las nubes que andan hacia la lejanía. Si el espejo roto por la ira arde, del otro lado entenderán los duendes que el objeto roto es tinta navegable y eterna. Dentro de un orden dividido se dan hibridaciones disociativas que rodean al antes y al ahora hasta acabar creando nuevos huracanes nunca antes dirigidos hacia Neptuno.        

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