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Cornucopia de Bueyes

 

La trenza de cazar.

El pelo del León.

La caminata de Narval.

La caída hacia la isla.

El nacimiento de Morrón.

El ave del Edén.

Dentro del sendero.

Un helado sabor melón.

El varón vago.

La vara en el canal.

Abandono al rococó.

Clasicismo en cada rincón.

Rubor ante la furia.

 

Tanto la sexualidad como el dinero resultan fascinantes para los niños. Yo también. Significa que el individuo es tan poderoso como el dinero y como la sexualidad. Yo también.

 

Tanto rubor y tanto Groove y ahora me vienen a la memoria las olas del mar tal como las observaba yo un día concreto de verano de hace no muchos años, quizás dos, seguramente dos. Mi impresión era esta: es la primera vez que veo las olas. Antes ¿qué veía? Veía una arrogancia esplendida en forma de oleaje. Pero por qué con tanto esmero me perdía el caracoleo y la trenza del mar en la costa con su patatín y su patatán recordadores de abismos. Pues porque yo mismo estaba en una superficie milimétrica o pátina, atrapado ahí, en una percepción ensuciada por lo que ya antes de ver nada me creía yo que iba a ver. Y qué era yo sino un bebé recién nacido en aquellos momentos, tumbado en el poyete continuo del paseo marítimo, con la cabeza ladeada mirando por primera vez, eso sentía, las olas a la vez que las veía. Era un bebé, sí, pero un bebé que antes de maravillarse con el caracoleo y la trenza que durante años me negué, había estado así mismo oyendo el rumor del mar, oyéndolo también muy nuevo trenzar y caracolear, con los ojos cerrados. Al abrir los ojos vi lo que estaba oyendo y oí lo que estaba viendo, es decir, lo que llamo el perceptum, el conjunto de los sentidos, estaba unificado, no dividido. Por eso me río hoy de tanto rubor y de tanto Groove.

 

Como escritor, siempre me ha parecido Pla un alpinista solitario, que no tiene ni perro. Por otra parte, el alpinista con perro es una figura muy poco conocida que en su descubrimiento uno no puede sino perderse como en un mar extraño. Desconocido del todo. El alpinista y su perro alpino son ya para mí un terso diptongo del alma.

 

El pellejo de Yepes,

el viejo santo Yepes,

o el joven pellejo

del Yepes, el santo Yepes.

 

-Nunca veremos de nuevo el sol salir.

-Sí lo veremos. Lo veremos todos los días a partir de hoy.

-Solo en tu enajenada frente.

-No. En el filo del paisaje, donde siempre está porque sube a tramos hasta su escondite.

-Ligera superioridad de la niebla sobre la bruma.

 

El gran misterio del cosmos no está en las maravillas de las que están todo el día hablando los perros de la feria monolítica. No. Solo hablando lindezas de los fétidos culos que alardean un día sí y un día no en el ruedo mundial podría sostenerse una llamarada de ambulancia de grandes bocinazos sonoros que suplicara por el miedo total y la papilla atragantadora que no existe. A tragar.

 

Las posibilidades no sé qué son, las probabilidades, tampoco. No tengo ni idea de lo que pueda ser una ecuanimidad. Ni sé que es un tragaluz. Tampoco ignoro todo. Sé lo que es un indio. Lo sé de primera mano. Un indio. A los pollos también los conozco, son esos de ahí. En la luna hay bases secretas de la NASA. De la CIA. Creo. Y de los extraterrestres, que son como los pollos.

No me acuerdo de todo, pero me acuerdo de mucho. Siéntate, ponte cómodo y te cuento.

Por ejemplo, me acuerdo del día de mi quinto cumpleaños. Mi madre me había hecho una tarta y estaba malísima. Tenía gripe. Así que se la había pasado estornudando y tosiendo sobre la masa de la tarta y todos sus ingredientes. Así que todos los niños se pusieron malísimos también. Menos yo y Tatiana.

También me acuerdo de muchas veces que mi padre llegaba a la casa muy tarde por la noche y vomitaba porque iba mamado. Y por la mañana olía el cuarto de baño a vómito. Y, lo que es peor, a veces vomitaba en el fregadero. Como iba tan borracho que ni al fregadero le acertaba, por la mañana olía espantoso en la cocina. Y teníamos que desayunar ahí. Por eso desde chico le he considerado a mi padre un guarro, un cerdo y un cochino. Pienso en él y ya me da asco.

A los ocho años mi madre me dejó por fin hacerme mis propios sándwiches yo solito. Entonces me quedé solo y me quemé el brazo con la plancha de los sándwiches haciéndome mi primer sándwich. Nunca le enseñé la quemadura a mi madre. Me dolía un montón. Me sentí como una loncha de jamón. Pero no le dije nada y se me fue curando. Muchos meses después, para que veas, mi madre me vio la marca que me había quedado. Que cómo me lo había hecho, me preguntó. No sé, le dije. Y santas pascuas.

Agarro un cigarro y me doy cuenta de que soy el primero en agarrar un cigarro en esta habitación desde que llegamos esta tarde. Me pregunto por qué mi mujer no ha fumado nada desde entonces. Espero que no haya dejado de fumar. Si ella deja de fumar seguro que quiere que yo deje de fumar también y yo no quiero. Y si no ha dejado de fumar, entonces qué le pasa, por qué no fuma.

No me lo digas a mí. Lo que yo tengo que aportar al tema de las excavaciones vendrá después, cuando ya las hayáis hecho, no es culpa mía, es mi trabajo. Yo no soy excavador. Tú dices que entonces qué pinto aquí, que me traigan dentro de un mes, ¿no?, y ahí hasta puedo estar de acuerdo contigo. Pero, pues me han mandado ahora y ya está, qué quieres que te haga. ¿Estoy cobrando por tocarme los huevos? Pues alégrate por mí, hombre, alégrate por mí.

 Lo que de verdad me preocupa es que mi mujer no ha fumado nada desde ayer. No le he dicho nada todavía, pero en algún momento tendré que sacar el tema, y eso es lo que estoy temiendo. A ver si es que va a dejar de fumar o que ya ha dejado de fumar y no me lo ha dicho. Estoy seguro de que si deja de fumar va a querer que yo también deje de fumar, pero a mí me quitas el tabaco y muero. Ya me quedé tres meses a pan y agua porque ella tenía el culo gordo y tuve que hacer régimen con ella. Es así.

No te preocupes, tenemos mucho por delante, estamos entendiendo las cosas como son. Amigo, no te preocupes, no te detengas, llama para que yo venga si tienes problemas. Estoy solo a quinientos metros, llámame por la radio y en seguida estoy aquí.

Perdóname señor,

redondea la sorna

para rondar por el señuelo.

 

Quienes sueñan que vuelan no sueñan que se cuelan en su culo.

 

He soñado con un vuelo,

un vuelo de saña contra la vida.

Un vuelo de gente que teme la caca

y en el temor a la caca se acacian.

 

La navidad me espera

como un mundo de sofás

y miradas de espera

sentados en el sofá.

Primero no sabemos

qué es esa comida

que alguien ha traído

y que tiene una pinta muy mala.

Y luego no sabemos

cuándo vamos a poder levantarnos

e irnos.

El aplastado culo

(eso es)

de la navidad.

 

Veo la noria del Sol

desde este cangilón

que da vueltas ­—no para.

Soy la novia del Sol.

 

La luna es redonda como las pelotas

y bota como los votantes.

El sol habla con rayos de calor,

de calor bendito.

Y el viento,

el viento es la respiración

del mundo,

y las cuevas las gargantas.

 

En el futuro

los caminantes

sabrán forrarse

de pieles viejas.

 

En el futuro

la piel de oveja

será los trajes

de gente vieja.

 

Entre las flores que cantan

con sus olores sabrosos

hay escondida una moza

que huele a sangre de otoño.

La sangre es su fin de siglo

con un olor a castaño

que moja hasta el borde mismo

el brutal acantilado.

Una cascada de sangre,

sangre de otoño en otoño,

sangre que fluye de un coño

que no conoce el vinagre

de sangre.

 

Ustedes que se creen que son la gloria del día y de la noche, no son sino espinas de una rosa putrefacta. Espinas endurecidas y muy poco quebradizas. Pero es que con eso solo creen que podrán acabar con la rosa viva de la inteligencia, Oh no, ya se lo digo yo, no, señor, ustedes caerán, ustedes acabarán sepultados por las justas toneladas que se van midiendo desde milenios entre las víctimas directas de sus desmanes y la tierra que se usó para taparlas o el fuego que las quemó, que también tiene su peso, o el peso inaudito de los mares que sobre los muertos hundidos ejercen su vasta presión.

 

¡Oh qué estupendas leches huterizadas! Todas las leches están huterizadas, ¡huterizadas, qué bien!

 

En el ático, cuando el sol se empieza a poner, se siente mucho el olor, que viene de dos pisos más abajo, de la cocina experimental y llena de especias desconocidas de la vecina treintañera que siempre me saluda con una sonrisa cuando nos cruzamos en el interior de las cavidades del edificio dedicadas al tránsito entre las viviendas y el exterior y entre el exterior y las viviendas. El interior de su casa y el de la mía, tan frio, en el ático se comunican gracias al olor, que llega hasta aquí desde la inusual comida sin utilizar los mencionados corredores y escaleras. Sale de su cocina a la calle y de ella viene aquí donde la imagino, a la vecina, no sé por qué, con el pelo rojizo, largo y destellante recogido en un emocionante moño.

 

El coronel Werlingo se sentía muy mal porque no sabía lo que quería en la vida, a pesar de ser coronel. Estaba sentado frente a la mesa de su despacho, en su casa, y lo único que disipaba sus tristes espesuras de no saber lo que quería era el recuerdo de una jardinera que trabajaba en su cuartel, a la que siempre veía por las mañanas y que sinceramente le emocionaba recordar. Qué linda jardinera. La espesa negrura se cernía sobre él cuando, en el polo opuesto, recordaba a su mujer, tan fea y tan tonta; tan malvada.

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