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De una magnificencia cegadora

 

Vamos acelerados por la colina mirando sin cuidado las estrellas que se nos van metiendo de a poco o de a mucho en el bolso de los ojos, ese bolso que le llaman ojeras y que es de mirar y tragar y depositar allí muchas estrellas, que se quedan un tiempo y se van, o igual se mantienen allí y se quedan como incluso fundamento de la vida de su portador. Íbamos así hasta que entramos en un túnel húmedo, con agua, y los brillos que había reemplazaron a las estrellas del cielo y entonces ahí fue cuando ya sí sentimos que teníamos que parar y stop, yo personalmente me tiré de culo y me planté allí como para no moverme nunca más, pero imaginándome que subía y bajaba escaleras, escaleras de tigres. A la mañana siguiente nos habíamos convertido en huesos de pollo, restos de una cena de vagabundos y peos de seda en el espacio infinito, o eso me pareció a mí, pero después no, después era que es que  eso era lo que estaba mirando y viendo yo cuando me desperté.

Lo que pasa es que al mismo tiempo que teníamos el tiempo justo para entrar al barco también íbamos a cámara lenta debido al calentamiento global, dijo pepe, que para eso era todo un experto, pues se había leído un panfleto del suelo de un autobús. Entonces, ¿quién podría negar la teoría del calentamiento global si era la verdad más pura del mundo que nos movíamos cada vez más lentos? El barco nos esperaba, pero el barco se movía a la velocidad normal, la suerte es que lo hacía parado, pues el movimiento que le tocaba ahora era ni más ni menos que estarse atracado, y ese era un movimiento que dependía del mar y no del barco. Mientras la situación siguiera así, nada que objetar, perfecto, pero, ¿y cuando llegara la hora de zarpar? La desdicha entonces caminaría hacia nuestro lado, que sería un lado de caracoles y tortugas, de dormilones, una buena patulea de gente lenta con la lente del mirar lentificante, lentificadora, enlentecedora, lentaminosa, era como si fueramos pisando huevos rellenos de superglú.

Pero entramos en el barco y todo cambió. Empezamos a correr nuevamente igual que la noche anterior. En el barco todo eran túneles y pasadizos y tuvimos que dar con nuestros camarotes, tuvimos que encontrar los dos, que no estaban en la misma planta,  y establecer, antes incluso de entrar a ninguno de ellos, la ruta perfecta para comunicarlos. Una vez establecida la ruta creímos repartirnos entre los dos camarotes, pero para nada era así, la verdad era que nos habíamos metido todos en el mismo camarote y que estábamos ya todos, nada más entrar, medio dormidos, y lentos de nuevo, como caracoles otra vez. Así que tuve que ser yo el que se encargara de engancharme con tres de los de allí y llevármelos hasta el otro camarote, pues bastante harto estaba ya de ellos y demasiadas ganas tenía ya de acostarme a descansar, aunque fuese veinte horas. ¿Por qué no entonces dejar a todos allí en su madriguera de caracoles e irme yo solo al segundo camarote a descansar más tranquilo que nadie? Ay. Muy fácil: porque de hacer eso era casi seguro que en algún momento todos los caracoles sin faltar ni uno seguirían la ruta de conexión entre camarotes y se presentarían en tropel ante mi desolada imagen de fantasmagórica lentitud final.

Demasiadas miradas de suspicacia eran vertidas sobre nosotros mientras avanzábamos los cuatro de camino hacia la madriguera número dos. Empecé a temer alguna reprimenda, en especial que el capitán decidiera tirarnos por la borda (tan ridículo me parecía que acabaría siendo aquello, con los caracoles arrojándose lentamente al mar dejando su característico rastro de baba, que me avivé y casi recuperé una velocidad normal, causando un efecto parecido en los otros tres miembros de la cadena humana caracoal). Yo llevaba unas gafas de sol y tenía la impresión de hallarme en una sala de maquinas desde donde manejaba todo. Tenía mucha confianza en mí mismo de pronto, me sentía un perfecto guía para esa caravana y quería fardar de ello, así que di órdenes militares a mis subalternos y llegamos a salvo al camarote. Enseguida me di cuenta de que ya no quería descansar, ya no me sentía un verdadero lento,  prefería dejar a todos esos caracoles dormidos e irme yo de su lado, largarme para disfrutar de mi personal aventura solitaria por el barco con mis gafas de sol.

Recuerdo vagamente a los caracoles, pero no sé quiénes son, y mientras va quedando menos vodka en el vaso más me cuesta reconocer que ellos realmente existan. Sin embargo, permanecen en mí como un insulso mito.

Comentarios

  1. Los caracoles encontrarían, seguramente, un rastro de babas santas (puede que de Sai Baba) y lo seguirían hasta el aniquilamiento del Ser.

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