Cuando mi imaginación dejó de ser fértil precisé idear procedimientos que me permitieran poner en marcha mecanismos pseudoimaginativos con los que seguir escribiendo novelas para las que ya había dejado de tener la facilidad de la juventud. Mis lectores esperaban mi novela anual como agua de mayo y no podía fallarles. Me di cuenta enseguida de que también me faltaba imaginación para crear estos procedimientos y antes de caer en la ridiculez de ir profundizando en mis carencias para darme cuenta de que tampoco podía encontrar la manera de crear pseudoprocedimientos pensé en un sorprendente rapto de imaginación que un ser pseudohumano lleno de dolor dedicaba sus días desde hacía siglos a hacer desaparecer a gente como yo que en un momento dado lo deseaba hasta tal punto (desaparecer) que lo atraían. Y en ese momento apareció delante de mí, pero volvió a desaparecer de inmediato porque imaginármelo había hecho posible que yo ya no deseara desaparecer sino escribir su historia, la historia de Tragamán. Sin embargo, ese nombre, Tragamán, era horrible.
Mis grandes culos se abrieron de inmediato y dejaron salir sendas cacas de gran tamaño con la forma del estado de Misuri. Estas cacas extremadamente inteligentes empezaron a darse golpes contra los muros de la catedral, los mismos que hace años habían servido para dar cobijo a los parloteos insensatos del viejo Maldonado. Los chorretones de caca empezaron a delimitar un fantasma de la figura de Maldonado que se volvió loco de inmediato, con mis ojos de urraca lo hipnoticé y le ordené que subiera al campanario y mientras lo hacía se fuera volviendo de sangre para saltar desde arriba transformado en quince pájaros rojos que volaran goteando hasta el amanecer. Cuando mis culos locos se cerraron y yo sentí que mis cacas desaparecían de la vista colándose por las alcantarillas adyacentes me preparé para escupir sobre la pared de la catedral una palabra negra de trapos y arandeles que quedaría grabada en la piedra hasta el fin de los días.
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